lunes, 22 de abril de 2019

Mi corazón será como tu castillo - Jorge Yaipén

Cómo no poder quererte mi bella luna
Cómo no sentir tu hermoso amor
Ya no puedo ocultarlo más
No sé cómo me enamoré sin pensarlo
Yo te consideraba como una amiga

¿Cómo no podré quererte?
Yo te considero como una bella flor de Primavera
Si tú me amas y yo también 
Siempre seremos algo
Como algo más que amistad

Mi corazón será como tu castillo
Porque eres como una reina
a la que cuidaré y amaré 
para que puedas estar conmigo
para que no sientas frío
y yo seré el rey de tu castillo


domingo, 24 de febrero de 2019

Augusto Monterroso - La oveja negra

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

Augusto Monterroso - El perro que deseaba ser un ser humano

En la casa de un rico mercader de la Ciudad de México, rodeado de comodidades y de toda clase de máquinas, vivía no hace mucho tiempo un Perro al que se le había metido en la cabeza convertirse en un ser humano, y trabajaba con ahínco en esto.

Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.

Augusto Monterroso - El eclipse

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Augusto Monterroso - La rana que quería ser una rana auténtica

Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.

Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.

Pierre Castro - El bouquet

Rafaela Moya era enorme como una montaña. Y muda como una montaña también. En el colegio la mirábamos desde abajo y nos daba un poco de miedo, a pesar de que ella nunca hizo ni dijo nada para inspirarlo. De hecho, hasta el día de su quinceañero, casi ninguno de nosotros había cruzado más de dos frases con ella. Pero como nunca nos invitaban a ninguna fiesta, cuando Rafaela lo hizo, fuimos sin chistar. Hubiéramos ido al cumpleaños de Drácula si el conde nos daba la dirección del castillo.

Sus papás le hicieron la fiesta más grande de todos los tiempos. Tenían mucho dinero y solo una hija en quien gastarlo, así que ya se imaginarán: toldos árabes, orquesta, sillas forradas de paño blanco, fuentes de empanaditas y copas de champagne que burbujeaban como minúsculos acuarios.

Tuvimos que ir en terno como pequeños capos de la mafia. Vestidos así casi no se notaba lo lacras que éramos. Parecía que aquel traje sacaba lo poco de civilizado que teníamos dentro. Caminábamos con elegancia, llevábamos pañuelos, le sacábamos brillo al zapato frotándolo contra la pantorrilla, bebíamos el champagne de a pocos y saludábamos a nuestras amigas con un beso o les decíamos lo lindas que estaban, cosa que jamás se nos hubiese ocurrido hacer en el patio del colegio.

Por supuesto, aquel falso status quo no duró mucho. Bailar nos devolvió la demencia que el traje nos había arrebatado y poco a poco nos fuimos desajustando las corbatas, las camisas se salieron del pantalón, nos chupamos los conchitos de las copas, alguien prendió un pucho y, después de media hora, volvimos a ser la misma tribu de caníbales bailando alrededor de la hoguera. Recuerdo que Omar vino con seis empanaditas y dijo que se las podía meter todas al hocico. Lo retamos y lo consiguió. Después se atoró y se puso a escupir todas las migas y carnecitas sobre nosotros. Nunca habíamos estado en una fiesta tan divertida.

Al rato, la música se detuvo y el anfitrión anunció que era el momento de escoger al chambelán. Hizo pasar a Rafaela al estrado y le dio un pequeño bouquet de flores blancas. Dijo que el afortunado joven que atrapase el ramo tendría el placer de bailar con la bella Rafaela el resto de la noche. Las chicas aplaudieron emocionadas, pero los chicos sentimos que una brisa de pánico recorría el salón. Tuvieron que convocarnos dos veces hasta que, poco a poco, incómodos y atemorizados, nos fuimos empujando hacia el centro de la pista de baile. Finalmente todos estábamos de pie frente a la gran Rafaela que nos esperaba con el bouquet en la mano. Nosotros lo mirábamos sin perderlo de vista como si fuera una granada a la que ya le han quitado el seguro.

El baterista de la orquesta empezó con el redoble de tambores. Hubo una cuenta regresiva. Y cuando Rafaela lanzó el ramo, lo vimos volar en cámara lenta hacia nosotros. Escuché gritos, risas nerviosas, sentí cómo todos nos empujábamos, hasta que se fue abriendo un enorme cráter en cuyo centro cayó el bouquet como un objeto radioactivo.

El breve silencio que siguió fue hondo y horrible. Parecía como si el universo entero estuviese tragando saliva. El animador fue corriendo a recoger el bouquet y, con una risa contagiosa, dijo que eso siempre pasaba en los quinceañeros. Y que seguro estábamos muy nerviosos por estar frente a una chica tan grande y bonita.

Una débil sonrisa apareció en la cara de Rafaela. El animador volvió a darle el bouquet pero ahora sus grandes manos lo sostenían inseguras. ¡Ahora sí, muchachos, alístense!, dijo el pendejo mientras nos clavaba una mirada de reproche sin que Rafaela se diera cuenta. Hubo un nuevo redoble, una nueva cuenta regresiva y otra vez vimos volar el bouquet hacia nosotros. Esta vez no pudimos retroceder porque algunos adultos nos tenían acorralados. Pero cuando el ramo ya caía sobre el grupo, una mano anónima se levantó entre las cabezas y le atizó tremendo lapazo que lo hizo volar de regreso a los pies de Rafaela.

Esta vez el silencio fue como el limbo eterno. ¡A la tercera va la vencida!, gritó el animador, que parecía ya tener la respuesta preparada para una nueva pachotada nuestra y se fue corriendo a recoger el bouquet. Cuando Rafaela nos dio nuevamente la espalda, el señor Moya se nos acercó disimuladamente. Yo pensé que venía a gramputearnos y a botarnos de la fiesta, en cambio, extendió un billete de cien soles delante de nuestras narices y dijo: ya déjense de pendejadas. Fue una de las cosas más tristes que me ha tocado ver. Omar e Iván, quienes probablemente habían sido los del manotazo, estiraron velozmente las manos hacia el billete. Omar llegó primero, se lo guardó en el bolsillo y se abrió paso entre nosotros para esperar el bouquet en una posición favorable.

Si mi hija tuviera que bailar toda la noche de su quinceañero con un tipo como Omar Peña, yo me mataría. Sin embargo, cuando ya la suerte parecía echada y el ramo llegaba hacia sus cochinas manos, Carlos Loza, nuestro campeón de natación y primer puesto del salón, empujó a Omar a un lado como si fuese cualquier huevada y se quedó con el bouquet.

Cuando Rafaela volteó esperando lo peor y vio a Carlos con las flores entre las manos, dejó salir una sonrisa que era como el bote salvavidas de la noche. Todos aplaudimos y respiramos aliviados y vimos a Carlos Loza subir los peldaños del estrado de dos en dos. El animador le hizo un espacio junto a Rafaela y, a una orden suya, la orquesta empezó a tocar un vals. Carlos tomó la mano de Rafaela y la llevó hasta la pista donde se pusieron a bailar muertos de vergüenza.

No tuvieron que bailar toda la noche, por supuesto. Después de un par de canciones, Carlos la llevó con el resto de nosotros y terminamos bailando todos con todos como en cualquier fiesta de chibolos.

No vi a Rafaela hasta quince años después, en el reencuentro de la promo al que la vi llegar de la mano de su esposo. En un momento de la noche me lo crucé en la barra del bar y conversé con él, y me di cuenta de que era un tipo de putamadre. Un tipo con mucha más clase que el resto de pendejos con los que me estaba reencontrando. Pero solo más tarde, cuando ya todos estábamos medio borrachos, y lo vi extendiéndole la mano a Rafaela para llevarla a la pista de baile, fue que comprendí lo que él había tenido que hacer para enamorarla. Me di cuenta de que todas las chicas tienen un héroe en su pasado. Y que para llevarlas a nuestro lado como él lo había hecho, no solo tendríamos que vencer a todos los impresentables como Omar Peña que les habían hecho daño, sino a los Carlos Loza que habían salvado la noche, cuando ya todo parecía haberse ido a la mierda.

Pierre Castro - Fuego

Los papás de Luchito Vargas estuvieron algo sorprendidos cuando él les dijo que quería ser bombero. Los papás de Luchito estuvieron sorprendidos porque ellos no veían cómo en el colegio le prendían fuego a su carpeta. La cosa era así. Alguien iba y sacaba el alcohol del botiquín. Luego lo iba regando bajo su carpeta sin que él se diera cuenta y, finalmente, otro prendía un fósforo y lo arrojaba. Luchito Vargas no se incendiaba de milagro. Luchito hubiese querido acusarlos con el profesor pero el problema era que al profesor también le incendiaban el escritorio. Era la misma modalidad. Alguien iba por el alcohol al botiquín, lo regaba bajo el escritorio cuando este iba a la pizarra y luego tiraba un fósforo encendido. El profesor hubiese querido acusarlos con el director pero el problema era que al director también lo habían encerrado un día en su oficina y le habían tirado bolas de papel en llamas por la ventana. Mi colegio estaba lleno de gente incendiaria y por eso no es nada extraño que Luchito les dijera a sus viejos que quería ser bombero. Yo les dije a los míos que iba a ser escritor y también estuvieron algo sorprendidos. Y es que ellos tampoco vieron cómo le prendían fuego a la carpeta de Luchito.